Experiencias

Rodolfo Salas: Facilitador y potenciador sobre conocimientos de liderazgo, estrategia, marketing y gestión de los negocios.

Fortalezas: Dirigir, inspirar e integrar a otros con una gran energía, Aceptar cambios de forma positiva, Desarrollar relaciones con otros, Ser más visible y Tener un alto grado de compromiso.

martes, septiembre 24, 2013

La inteligencia emocional para liderar

La mayoría de los directivos están convencidos de tomar sus propias decisiones de manera exclusivamente racional, en base a una decisión perfectamente informada. Cuando se trata de la gestión de un proyecto dentro de un grupo de trabajo se tiende a otorgar mayor énfasis a los factores racionales, que a los emocionales, como puede ser, por ejemplo, la implicación de los miembros del equipo con el proyecto en cuestión. La entrega de un trabajo por supuesto que requiere planificación, control de calidad y la elaboración de presupuestos, sin embargo, el control de estos factores no evita los retrasos o el fracaso del mismo proyecto. De hecho, existen factores de comportamiento fundamentales que entran en juego y pueden socavar nuestros esfuerzos.

El enfoque típico de la gestión de proyectos se centra en los procesos. Cada tarea se describe en detalle como un conjunto de reglas. Muchas empresas implementan procesos rígidos, con guías y manuales que soportan a las prácticas laborales, mientras que los sistemas de control de calidad evalúan y mejoran estas prácticas. Todo el mundo se preocupa de cómo hacer el trabajo, y mucho menos del resultado del trabajo.

A pesar de estos enfoques, la tasa de fracaso de proyectos no parece estar disminuyendo. Un estudio publicado por la Harvard Business Review, que ha analizado 1.471 proyectos de IT, revela que la tasa de éxito es del 27%, pero uno de cada seis proyectos evaluados tiene un sobrecoste del 200% en promedio, y un retraso en la entrega de casi el 70%. Esto se debe a que las actuales herramientas de gestión de proyectos, las técnicas y las teorías por lo general observan y siguen más los componentes racionales de gestión, pero descuidan los componentes emocionales. Y estos factores emocionales representan precisamente la mayor parte de las posibilidades de éxito de un proyecto.

Por esta razón las neurociencias se han convertido en una herramienta fundamental para la educación, el liderazgo y la gestión de personas. El líder tiene que provocar sentimientos positivos en las personas que gestiona. De hecho, la neurología atribuye un papel fundamental a la emotividad, que activa los mecanismos que están en la base de la inspiración, la pasión y el entusiasmo, todos elementos indispensables en los estudios y en los negocios. En este sentido, debemos entender el significado de la inteligencia emocional, como algo capaz de asegurar a nivel personal la plena implicación de personas comprometidas en liberar su potencial y conseguir los resultados.

La estabilidad emocional depende de nuestras relaciones con los demás. La presencia de otra persona, de hecho, nos consuela y, a nivel físico, no sólo reduce la presión arterial, sino que también disminuye la producción de los ácidos grasos responsables de la obstrucción de las arterias. Hace ya muchos años, en los primeros estudios de las dinámicas de grupo se descubrió que la presencia de otros reduce drásticamente la ansiedad. Compartir experiencias con las personas nos hace bien. Se trata, en esencia, del mismo mecanismo con el que los enamorados son capaces de provocar en el cerebro del ser querido el aumento de los niveles de oxitocina, sustancia que provoca una agradable sensación de vínculo afectivo. Todo esto ocurre también en diferentes situaciones de la vida social, como en un grupo de trabajo, cuyo funcionamiento depende en gran medida de una armonía de sentimientos, que a menudo está cubierta por una capa exterior de intereses de carrera y conductas toleradas por el mero respeto de las buenas maneras.

El grupo se refuerza en una unidad más sustancial a través de la puesta en común de los estados de ánimo y de los transcursos emocionales de sus integrantes. Ocurre, en definitiva, una especie de contagio emocional que repercute en todo el equipo. Sin duda, una sonrisa, una broma, mientras que restan importancia a situaciones incómodas, al mismo tiempo disponen más al optimismo y vinculan más a las personas que componen el grupo. Una situación de malestar prolongado puede dañar las relaciones interpersonales, hasta llegar a entorpecer el rendimiento profesional, ya que el cerebro ve menguar la capacidad de procesar información y reaccionar eficazmente. Por otro lado, un ambiente relajado y reconfortante es el lugar ideal para poner cuerpo y mente en armonía, anulando ansiedad y preocupaciones que erosionan las capacidades intelectuales y la eficiencia en el equipo. La angustia generada por un estado de ansiedad no sólo afecta a las capacidades mentales, sino que vuelve las personas menos inteligentes desde el punto de vista emocional.

Podemos entonces concluir que un clima de mutua colaboración, soluciones creativas, amenidad en el trabajo, siempre en un entorno de alta productividad y resultados, favorecen enormemente la eficacia de un equipo y pueden ser determinados por una atmósfera positiva, creada por la voluntad y la acción del líder.

Desde el punto de vista neurológico, la voluntad de alcanzar los objetivos que nos marcamos en la vida depende de la capacidad de nuestra mente de recordarnos lo mucho que nos realizará la satisfacción de nuestros sueños. Independientemente de la naturaleza de los estímulos que nos animan a dar lo mejor de nosotros, todos los factores motivacionales comparten una vía neural común. El entusiasmo por el trabajo, a nivel cerebral deriva de la existencia de un flujo suficientemente constante de sentimientos positivos procedentes de los circuitos conectados a la corteza prefrontal izquierda, en el momento en que llevamos a cabo esa actividad en particular. Al mismo tiempo, los mismos circuitos cerebrales desempeñan otra función positiva para la motivación: disminuyen los sentimientos de frustración o preocupación que podrían llevarnos a abandonar. De esta manera, podemos aprovechar en cada derrota la oportunidad escondida o una lección útil, siguiendo adelante de cualquier manera en nuestro camino.

La amígdala, junto con la corteza prefrontal del cerebro, es capaz de activar las emociones y funciona como un radar para controlar los impulsos emocionales. Aquí, pues, es donde pensamiento y sentimiento se unen y se colocan en la base del denominado liderazgo primario (primal leadership). Esta sintonía parece asegurada por un líder “resonante” y no “disonante”, capaz, es decir, de poner en valor y amplificar las competencias emocionales y las habilidades cognitivas, asignando a la inteligencia emocional cuatro funciones fundamentales: la de la “auto-conciencia”, la de la “autogestión”, la de las “relaciones interpersonales” y finalmente la “conciencia social”,  las cuatro están conectadas en una relación dinámica.

En la experiencia directiva siempre se ha insistido en la necesidad de una relación positiva entre las personas involucradas en los proyectos, pero nunca como hoy, gracias a las neurociencias, somos capaces de reafirmar este principio a raíz de la función desempeñada por la inteligencia emocional, que implica el uso de centros ejecutivos del cerebro, localizados en los lóbulos prefrontales, y del sistema límbico, que regula los sentimientos, impulsos y emociones.

Con la debida importancia otorgada a las habilidades técnicas y a las experiencias de trabajo, hay que asumir, ahora sin ningún género de duda, que la inteligencia emocional contribuye en gran medida a determinar el estilo y la calidad del líder y la neurociencia es la clave para dominar esta herramienta esencial en la gestión de personas.

Andrés Raya y Catalina Pons

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